lunes, 23 de septiembre de 2024

LOS SIGUIENTES de Pedro Simón

Editorial: Espasa
Fecha publicación: septiembre, 2024
Precio: 21,95 €
Género: narrativa
Nº Páginas:312
Encuadernación: Tapa dura con sobrecubierta
ISBN:  978-84-670-7174-0
[Disponible en eBook y Audiolibro;
puedes empezar a leer aquí]


Autor

Pedro Simón (Madrid, 1971) es periodista del diario El Mundo y ha obtenido una decena de galardones por sus artículos. Entre ellos destacan el Premio Ortega y Gasset 2015 en la categoría de Periodismo Impreso por su serie de reportajes La España del despilfarro y el Premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016. En 2020, fue finalista de los premios internacionales de la Fundación Gabo. En 2021 ganó el Premio Rey de España de Periodismo.

Es autor de una docena de libros entre los que destacan sus novelas Peligro de derrumbe, Los ingratos (Premio Primavera de novela 2021) y Los incomprendidos. Ha publicado también las antologías de reportajes Siniestro total, Crónicas bárbaras y Las malas notas y el ensayo Memorias del alzhéimer. Es uno de los autores, junto con Eduardo Madina, Javier Gómez Santander y Antonio Lucas, de Perder la gracia, una crónica generacional a cuatro voces editada por Alfaguara.

Sinopsis

Gabriel, Darío y Carmen son tres hermanos con suertes muy distintas que tienen que asumir una nueva y delicada tarea en sus vidas: ocuparse por fin del padre, Antonio, octogenario y viudo. El plan acordado es compartir los cuidados del anciano a partes iguales y llevarlo de casa en casa con su vieja bolsa de viajes por breves periodos de tiempo.

Así es el comienzo de algo irremediable. Así es envejecer y enfermar. Así acabaremos todos. Así fue el principio y será el final. Pero van pasando los meses y papá empeora. La herida abierta de un antiguo episodio familiar lo acelera todo. Entonces optan por tomar una decisión. 

Esta es una historia que versa sobre la dicha y el dolor de los hijos. Un viaje generacional en torno a la soledad y la culpa, la memoria y el perdón.

Una novela que habla de la necesidad de decir y, también, sobre todo, de la heroicidad de callar. 

[Información tomada directamente del ejemplar]


«Todo el mundo te habla del día en que tu padre no te conocerá, pero nadie te prepara para ese primer día en que tú no conoces a tu padre». [Los siguientes, pág. 227]


En el año 2021, el periodista y escritor Pedro Simón llegó a mi vida. Lo hizo con un premio bajo el brazo, el Premio Primavera de Novela que ese año se otorgó a este autor por la novela Los ingratos. En los círculos literarios suele ser común despotricar de los premios concedidos en esta esfera, especialmente si no se lo conceden a uno. Que si este premio está apañado, que si la calidad de las novelas es inexistente, bla, bla, bla. Es una polémica de la que intento mantenerme al margen pero, para los que tanto hablan, hay que decir y reconocer que Los ingratos fue y es una novela estupenda, que he leído este verano. No obstante, si me aboné a la narrativa de Pedro Simón fue con su obra posterior, Los incomprendidos (puedes leer mi reseña aquí). Admito que la segunda novela me gustó más que la primera. Y debo reconocer ahora que, lo que Pedro Simón ha hecho en Los siguientes, es del todo indescriptible.

¿Conocéis ese latigazo que nos cruza cuando escuchamos una canción al sentir que parece que hablan de nosotros, de nuestras vidas? A mí me pasa también con algunas novelas. Y, hasta la fecha, me ha pasado con todas las que ha escrito el autor. En Los ingratos me sentí parte de la historia a través de un personaje muy secundario, el mongol -término despectivo que a mí se me clava en la piel-. Muchos ya sabéis que tengo una hermana con síndrome de Down a la que adoro. Me volvió a ocurrir con Los incomprendidos, sintiéndome esa tía Clara de la novela, refugio y cómplice de los sobrinos. Y ahora, con Los siguientes, siento que Simón ha calcado mi relación con mis hermanos y mis padresY es que el autor sabe explorar el mundo de las relaciones familiares, como muy pocos saben hacerlo.

Los siguientes habla de abuelos, de hijos y de nietos. Habla de los lazos que se forjan y se destruyen entre estas tres generaciones. Habla de un momento concreto de la vida, esa etapa en que los padres se vuelven hijos y los hijos, padres. Esa última estación en la que el abuelo es consciente del fin de sus días y los de su alrededor asisten a esa decrepitud, casi como convidados de piedra, sintiendo que aquello que ven sus ojos no les pasará a ellos mismos, porque son tan estúpidos que ni siquiera son conscientes de que, en el mejor de los casos, también tendrán que apearse en esa última estación. Los siguientes aborda ese periodo en el que la luz va disminuyendo paulatinamente, y lo hace enfocando el asunto desde distintos ángulos, ofreciendo al lector una visión global de ese momento duro y doloroso que ninguno querríamos vivir. 

Carmen, Darío y Gabriel son tres hermanos, los tres hijos de Antonio, un hombre octogenario y viudo, que cada día puede valerse menos por sí mismo. Carmen y Gabriel, son a la vez, padres de Hugo y Hernán, dos nietos muy distintos pero que podrían ser muy iguales, si la vida dejara de jugar con nosotros, poniéndonos piedras en el camino. Los siguientes narra la historia de unos hijos que tienen que hacerse cargo de un padre cada vez más dependiente. Como ocurre en la mayoría de las familias, los tres tendrán que reorganizar sus vidas para ocuparse del padre, mientras Antonio, rueda como una pelota de una casa a otra, sintiéndose un lastre, una carga para sus hijos, y con el agravante de que, además, acarrea un quintal de sentimiento de culpa con motivo de un episodio del pasado.

Los siguientes habla de enfermedad, de dolor, de muerte, de rabia, de ira, de perdón, con una galería de personajes reducida de las que os paso a dar cuenta.   

Personajes

Las tres voces principales corresponderán a los tres hijos que, en primera persona, nos contarán sus emociones.

Carmen

Ella es la encargada de iniciar la narración con un párrafo que te deja tiritando:


"El primer día que tuve que limpiarle el culo a mi padre, me mentí diciéndome que era igual que cuando se lo limpiaba a mi hijo". [pág. 11]

 

Trabaja como auxiliar de enfermería en una residencia de ancianos. Conoce de primera mano lo que es la vejez, la decrepitud, la muerte. No por tratar a diario con tan desagradables compañeros está más acostumbrada o le resulta más fácil enfrentarse a esas situaciones. Ella misma lo reconoce en esos argumentos que utiliza para convencer a su padre de que no es tan grave que le tenga que limpiar el culo. Hay que dejar de lado el asco y poner cariño a espuertas, como ella misma se dice, para devolver todo lo que otros hicieron por ti. Porque ella sabe que, probablemente para sus padres tampoco resultaba agradable tener que limpiarle el culo cuando era pequeña. Lo hacían sin más y lo hacían con una sonrisa, a pesar del olor nauseabundo o del aspecto de aquello que encontraban en el pañal.

Carmen es la hija que controla la vida del padre. Ella sabe cuándo le toca médico a Antonio, qué pastillas debe tomar, a qué hora debe tomarlas, o cuándo hay que ir a la farmacia para retirar más medicamento. Carmen quisiera tener a su padre bajo su ala las veinticuatro horas del día, pero es imposible. Sus propias obligaciones le impiden atenderlo todo lo que ella querría. Sabe que, como entre sus manos, su padre no estará igual de atendido. Y a veces, aunque una no quiera, aunque se resista, aunque te sientas mal por ello, te ves obligada a tomar una decisión que te pone entre la espada y la pared.

Darío

Lo sabe. Sabe que Carmen es así. No le molesta, pero sí siente a veces que su hermana lo trata como un inútil. 


«Que si necesito lo que sea, que la llame; que nuestro padre hace mejor de vientres (así lo dice ella) después del desayuno; que no me olvide de su salvado pero que tampoco lo atiborre a kiwis; que ya ha hablado con mi vecina dominicana y que lo que necesite; que en el táper van unas alubias muy suavitas y en la bolsa van unas croquetas de jamón congeladas; que no se me pase la cita del viernes con el médico». [pág. 37]

 

Darío es el hijo pequeño de Antonio. Trabaja como guardia jurado en una nave de material informático. Se podría decir que es la oveja negra de la familia, el más «defectuoso», pero hay que reconocer que es un buscavidas, una persona que, en momentos de dificultades, siempre saca la cabeza del agua para respirar. 

El trata a su padre de tú a tú. Para Darío, Antonio no es el padre-niño, sino que sigue siendo un adulto, su padre, a pesar de su vejez y de sus achaques. Darío no entiende a esos hijos que se exasperan con sus padres, porque los tienen que atender, porque ocuparse de ellos les desbarata los planes de fin de semana, el descanso dominical, las vacaciones, o esa escapada a la sierra con los amigos. 


«El hijo que le dice a su padre: te has meado, o se te ha escapado el pis, o tienes que tener más cuidado, hombre; el que lo trata como a un niño, el que lo mira desde arribita, el que lo da por amortizado, el que le recuerda su mierda, el que le dice en voz alta: ya te measte; ese, decía, ese es un hijo de la grandísima puta sin corazón. Y yo puedo ser un desastre a veces, o no haber acabado ninguna de las tres carreras, o desparramar más de la cuenta, o ser un padrino de mierda que no va a ver a su ahijado porque no sabe ni qué decirle, o acabar a cuatro patas con la cabeza metida en el retrete, pero un hijo de punta no soy. Eso sí que no». [pág. 52]

 

No es mejor ni peor hijo que Carmen. Es distinto. A su modo, también se preocupa de su padre pero prefiere darle cancha, dejarle una pequeña parcela de libertad. Él piensa que si el hombre está enfermo, ¿por qué amargarle los pocos años de vida que le quedan?


«Mi hermana tiene demasiado controlado a papá. Le ordena. Le atosiga. Le coarta la poca libertad que le queda: no bebas esto, no comas lo otro, no salgas así vestido a la calle, no hagas lo de más acá, no hagas lo de más allá, no, no, no». [pág. 140]


A Antonio le gusta estar con Darío. No es que sea un hijo modélico pero, por lo menos le prepara unos cafés milagrosos, que al anciano le revitalizan. 

Gabrie

Es el hijo mayor. Ingeniero de profesión, es el que parece tener una vida más desahogada. Trabaja mucho y viaja también mucho por trabajo, pero cuando llega a casa lo encuentra todo en su sitio gracias a la nómina que le paga mensualmente a Erlinda. Pero siempre se ha dicho que el dinero no da la felicidad y debe ser cierto porque Gabriel es un alma en pena. Su tormenta interior no cesa nunca, y vive sin vivir. Ocho años atrás la vida le sonreía, augurándole un futuro lleno de dicha y felicidad, pero en una milésima de segundo todo cambió.  Desde entonces está metido en un pozo oscuro y frío. Su relación con el padre se quebró en mil pedazos. Refiriéndose al hombre que le dio la vida, dice:


«No soy un monstruo. No soy lo que creen. Pero, ocho años después, me duele verlo». [pág. 67]

 

Gabriel es el personaje que levantará más ampollas en el lector. Está lleno de rabia y de rencor. Él es ese padre que viene a demostrar a otros que sus preocupaciones son estúpidas, que hay cosas mucho más graves por las que preocuparse. ¿Tu hijo no aprueba ni una sola asignatura? ¿Llega borracho a casa todos los fines de semana sin poder tenerse en pie? Qué mierda importa todo eso. Gabriel se cambiaría por ellos sin pensárselo dos veces. Es ese personaje que permite relativizar las preocupaciones.

Si toda la novela erosiona la piel, los capítulos dedicados a Gabriel te arrancarán la piel a tiras. Escuece mucho sentir el dolor de este padre que preferiría mil vives vivir lo que a otros padres ni se les pasa por la cabeza. El tormento que siente Gabriel lo ha dejado hecho un despojo. Quiere perdonar pero no sabe cómo hacerlo. 

Con Gabriel he muerto y he resucitado. De su mano he bajado al infierno y he corrido antes de que llegue ese último instante para buscar la rendición. 

Antonio

Es el padre-niño. Es el «Antonio-sin-Olivia». Si yo me he sentido Carmen al leer esta novela, Antonio sería mi padre. Él es ese autobusero que formó una familia junto a Olivia, la esposa que ya no está, y a la que echa tanto de menos. Con su trabajo, Antonio consiguió sacar a los suyos adelante. Dio estudios a sus hijos y hasta ahorró lo suficiente como para comprarse una parcela en la sierra. Aquel pedazo de tierra fue el logro más grande de Antonio, un terruño al que iban en familia cada fin de semana, donde jugaban sus hijos pequeños, un espacio en el que encontraba felicidad.


«Porque, en la parcela, mi padre se convertía en explorador y en inventor y en albañil y en jardinero y en portero de fútbol y en niño chico». [pág. 111]


Antonio es de la generación PNM (por no molestar). Ya no toma decisiones. En su lugar, ahora la toman sus hijos y lo que ellos digan, bien estará. Si lo ponen allí, bien. Si lo ponen aquí, también bien. Incluso si lo llevan a aquel lugar. ESE. En mayúsculas. Todo está bien para él. Porque Antonio, a sus más de ochenta años lo soporta todo. Los reveses, los desplantes, los envites. Y lo hace con un «No pasa nada, hijo». Pero sí que pasa. Pasa que Antonio guarda un secreto, algo que sus hijos no saben y que, por supuesto, se llevará a la tumba. ¿Qué efecto causaría en los hijos la verdad? Nunca lo sabremos.

Temas

Los siguientes toca temas de carácter universal que a todos, antes o después, en mayor o menor medida, nos afecta. Para empezar, una de las cuestiones que aborda es la del rol del cuidador, asunto que siempre me ha interesado. Sólo los que han tenido que cuidar de una persona dependiente o gran dependiente, o están en ese proceso, pueden entender el desgaste psicológico que supone los cuidados hacia esa persona. Un hijo, con padres que todavía están activos, ágiles de mente, con buena salud, y que se valen por sí mismos para las cuestiones más básicas de la vida, puede llegar a pensar que la vida continuará así sine die. Sin embargo, cuando empiezas a ver que tu padre ya no se puede levantar tan fácilmente de una silla, o que a tu madre se le olvida que tiene la olla puesta en el fuego, o surgen los problemas de salud, uno detrás de otro, es entonces cuando comienzas a verle las orejas al lobo. Y déjame que te diga que, el hecho de que tus padres tengan sesenta o sesenta y cinco años no es garantía de nada, porque conozco a amigos con padres de noventa y tres años que todavía se asean solos y a amigos con padres de setenta que ya no pueden ni levantarse de la cama. 

Sea como sea, e independientemente del número de miembros de la unidad familiar o de la edad de los padres, no deja de ser llamativo que, a pesar de los avances en la sociedad, la mujer sigue ostentando mayoritariamente ese papel de cuidadora, aunque tenga familia propia y un trabajo tan estresante y acaparador como el que pueda tener un hombre. Es lo que le ocurre a Carmen y ella lo expresa dolorosamente bien en las siguientes líneas:


«[...] yo tenía tres bonitas papeletas para hacerme cargo de papá a distancia que mis hermanos no tenían: vivía muy cerca de su piso, trabajaba con ancianos como nuestro padre, era mujer». [pág. 12-13]

 

Todo se tambalea en la vida de una persona cuando, obligada por las circunstancias, tiene que asumir un papel que, hasta la fecha, había ostentado otra persona. Carmen lo entendió perfectamente el día que su madre falleció, porque Olivia se encargaba de todo, de la logística de su hogar y de su marido pero, al fallecer, Antonio quedó a la deriva, se convirtió en Antonio sin Olivia, quedando al cuidado de unos hijos a los que no quería molestar, para los que él se sentía una carga, cayendo el peso más determinante en una hija que ahora, además de las suyas propias, tiene que hacer malabares para asumir otras responsabilidades y obligaciones añadidas.

* El duelo. En la novela se incide mucho sobre un pensamiento que a todos se nos ha cruzado alguna vez por la mente porque, ante el dolor de una pérdida cuesta mucho entender que el día amanezca brillante y soleado, que se escuchen las risas de los niños, que el mundo siga su trajín como si no le importara lo que te ocurre. Son esos días o semanas en los que uno se siente como un extraterrestre, un ser lánguido y desmadejado, que arrastra su pena por las calles, mientras contemplas a los demás vivir como si nada.


«Alguien debería pensar en todo eso cuando llena Madrid de luces de Navidad, Hernán. Debería pensar que hay padres que tienen ingresado un hijo a vida o muerte y salen al mundo exterior de las guirnaldas». [pág. 172]


* La muerte nos iguala. Creo que es uno de los actos de justicia más brillantes de la vida. Carmen, por su trabajo, está en constante contacto con la muerte. Sabe que la figura oscura se pasea por los pasillos de la residencia de ancianos en la que trabaja y que, acostumbra a hacer visitas inesperadas. Hoy le toca al de la 101. Mañana, quizá le tocará al de la 212. Carmen nos habla mucho de la vejez, de la enfermedad y de la muerte. Todas las muertes tienen algo en común. Todas las vidas, no. Ella se hace preguntas que asustan.


«Las vidas no se parecen. Se parecen las muertes. Y eso es lo que me da miedo, me gustaría decirle a veces a Hugo, pero creo que todavía no tiene edad.

Da miedo cuando te preguntas: ¿será así la mía? ¿Moriré como mamá? ¿O lo haré como ese cuerpo envuelto en una manta térmica de la carretera? ¿O me iré como esta señora a la que le hago el embozo de la cama? De vieja. De su misma enfermedad. Sola». [pág. 34]


* Las residencias de ancianos. Y entramos para mí, en el tema estrella. Residencia de ancianos, ¿sí o no? Cada uno de los hijos tiene una visión distinta del asunto. Carmen no quiere. Gabriel no ve otra solución posible. Darío siempre anda en el término medio. Y Antonio, lo que digan sus hijos, porque no quiere molestar. En este sentido, la novela escarba en el conflicto moral que asalta a los hijos llegados a ese punto de no retorno. ¿Qué hacer cuando tu padre y tu madre necesitan cuidados que ya no puedes darles? Es durísimo que tengan que abandonar su casa para siempre, pero la vida hoy día está configurada de tal modo que a muchas familias no les queda otro remedio. En Los siguientes, vamos a ver lo que piensan los hijos de esta cuestión, las argumentaciones que esgrimen cada uno, las gestiones que hacen sin que todavía hayan comunicado la noticia al padre.


«Fueron las Navidades más tranquilas y calladas, pero sobre todo las más hipócritas, no me digas que no, Carmen. Una puede engañar a todo el mundo, pero a una misma no, Carmen, a una no. Fueron las Navidades más hipócritas porque los tres hijos sabíamos eso, pero él todavía no». [pág. 177]


Mis propias reflexiones

Pedro Simón vuelve a colocarme entre las páginas de esta nueva novela. Me temo que yo soy Carmen, la controladora. Soy la que sabía cuándo le tocaba médico a mis padres, la que conocía perfectamente las pastillas que se tenían que tomar, a qué hora debían tomárselas, para qué servían y hasta qué efectos secundarios podían tener. Hice amistad con las farmacéuticas del barrio de mis padres, hablé varias veces con sus médicos, con sus enfermeras, con la trabajadora social del centro de salud, con la enfermera de enlace y con las administrativas que gestionaban las citas médicas. A muchos les conté mi vida, me desahogué con ellos, y removí Roma con Santiago para que a mis padres (y también a mi hermana pequeña) les concedieran la ley de dependencia.

A diferencia de Carmen, yo no tuve que limpiarles jamás el culo a mis padres. Pero sí tuve que cambiarle varias veces a mi padre la bolsa de recolección que iba conectada a su sonda urinaria. Os parecerá una asquerosidad pero en aquellos momentos a mí me daba igual. A veces, en ese breve instante que se producía entre desconectar una bolsa y colocarle otra, a mi padre se le escapaba la orina y sí, me mojaba las manos. Yo, como Carmen, jamás usé guantes. Lo podía haber hecho perfectamente. Es más, debía de haberlo hecho pero, yo qué sé, en esos momentos no caí. Algunas tareas cayeron sobre mí de golpe y tuve que aprender como pude. Sustituí los guantes por todo el amor y el cariño.

Y digo que a mis padres no he tenido que limpiarle el culo jamás pero a mi hermana pequeña, a esa belleza de 50 años con síndrome de Down, sí se lo tengo que limpiar de vez en cuando. Y no me importa absolutamente nada hacerlo. Ni me resulta agradable ni desagradable. ¿Acaso mi cuerpo no expulsa lo mismo que el de ella? Lo hago porque tengo que hacerlo, porque ella lo necesita, como lo necesitaré yo algún día, y mientras uso toallitas húmedas a destajo, o cambio un pañal por otro, me río y la hago reír a ella. Ya está. Culo limpio. Hay muchas Carmen en el mundo. 

Pero creo que la gravedad no está en que un hijo o una hija tenga que limpiarle el culo a su padre o a su madre porque ellos ya no puedan hacerlo por sí mismos. Lo más penoso no es lo que los hijos sientan, sino lo que sienten los padres. Debe ser mucho más duro para ellos tener que aceptar que están perdiendo autonomía, que ya van cuesta abajo y sin frenos, que la cosa no va a mejorar sino todo lo contrario. Es decir, la peor parte no se la llevan los hijos como cuidadores, sino los padres como personas dependientes, a los que les asalta una vergüenza infantil. Antonio lo dice muy claro: «un hombre al que su hija le ve el culo es un hombre perdido».

Y si yo soy Carmen, mi padre fue Antonio. Él también compró una parcela con mucho esfuerzo. Encontrar el término parcela en la novela me ha hecho mucha gracia. Debe ser algo generacional. Mi padre no decía vamos al pueblo, o vamos a la urbanización, o vamos al campo, o vamos a la otra casa. No, él decía vamos a la parcela, como lo dice Antonio. Y como Antonio, mi padre fue también inventor (no os imagináis el sistema de riego y canalización de agua que ideó; ni un ingeniero entendía aquello, tan solo él), y también albañil, poniendo ladrillo aquí y allá (todavía me enternece recordar aquella pequeña placa de cemento en la que grabó con sus números algo bailarines la fecha en la que se terminó de construir la piscina), y jardinero, y niño chico. Mi padre, en sus últimos años, se caía con frecuencia. Y siempre se reía de sí mismo. Y nosotros nos reíamos con él. Yo no sé cómo no se abrió la cabeza más de una vez. A veces, lo veías con heridas o chillones. Pero él siempre se reía. Siempre. Hasta que su demencia senil se lo tragó y ya dejó de reír. Qué gran tipo, mi padre. 

Y aquellas caídas, aquellos despistes de mi madre con la comida, la casa manga por hombro porque ya no podían con el día a día nos llevó, o mejor dicho, los llevó a una residencia de ancianos. Fui yo la que, con el beneplácito de mis hermanos mayores, movió los hilos. Porque mi hermana mayor y yo ya no podíamos hacer más de lo que hacíamos. Tres años estuvimos tratando de mantener a flote una casa con tres tripulantes que necesitaban más cuidados cada día. La casa de mis padres llegó a convertirse casi en un sainete, de tanta gente que entraba y salía por la puerta, haciendo lo que podían (unos), lo que tenían la obligación de hacer, a cambio de un estipendio (otros).

La decisión de solicitar plaza en una residencia de ancianos no fue fácil. Las mismas dudas, incertidumbres, miedos que asaltan a los personajes de esta novela nos asaltaron a mis hermanos y a mí. Al conflicto moral interno se unieron, a veces, los comentarios pseudo-inocentes de otras personas, las preguntas cargadas de maldad. Los hijos que llevan a sus padres a una residencia de ancianos son cuestionados y juzgados. Si por algunos fuera, deberían ser quemados en la hoguera. Pero, ¿quién les da derecho a opinar? ¿Acaso saben cómo es tu vida, cuáles son tus obligaciones, tus limitaciones, tus horarios? Hay que ser muy valiente, y no un hijo de puta, para tomar la decisión de trasladar a tus padres a una residencia de ancianos. No nos vayamos a equivocar. Aún recuerdo aquel 25 de julio de 2018 cuando mis padres abandonaron para siempre la casa que los había acogido desde el año 1977. No volvieron a poner un pie en ella. Recuerdo hacer inventario, catalogando lo que tenían que llevarse y lo que no, hacer una lista de las cosas necesarias, meter la ropa en las maletas, un sinfín de bártulos, toda una vida condensada en unas cuantas bolsas. Mi madre preocupada por dejarlo todo en orden. Bajar las persianas, cerrar puertas y ventanas. ¡El gas, que no se nos olvide! Despedirse de los vecinos entre lágrimas. El trayecto en coche hasta la residencia se hizo eterno, tratando de llenar los incómodos silencios con comentarios estúpidos, gastando bromas, procurando quitar hierro al asunto, cuando en el ambiente se sentía la tristeza, densa y pesada. Aire irrespirable. Y luego, al llevar, sacar aquellas vidas del vehículo, con sus pertenencias. Los abrazos, los besos, la congoja en el corazón. «Volveremos pronto a veros». Y la trabajadora social pidiéndonos que dejáramos pasar unos cuantos días, que no fuéramos al día siguiente, ni al otro, ni al otro,...  porque tenían que aclimatarse. «Adiós, papá. Adiós, mamá». Y los hijos mirando hacia atrás mientras se encaminaban hacia la salida, con un dolor interno que quemaba, la boca seca, sin poder tragar. Y luego, al llegar a la calidez de tu propio hogar, sentarte en el sofá, mirando al vacío, con los ojos clavados en la negrura de un televisor apagado, y esa cabeza tuya con miles de pensamientos que te rondan. ¿Estarán bien? ¿Qué pensarán de mí? ¿Se sentirán traicionados o abandonados?


«Y, al final, justo en ese momento en que le abracé y le besé para decirle feliz año, papá -esas tres palabras nada más-, yo me sentí la hija más hija de puta del mundo, la más mala, la más desaprensiva, la más triste, la más equivocada». [pág. 178]


Hoy quiero pensar que no me equivoqué. Pero, ¿y si lo hice y no supe verlo? Quizá debí hacer las cosas de otro modo. Sacrificarme más, quizá. Arrastro el sentimiento de la duda cada día y ya no puedo ni pedirles perdón. 

Mucha gente podrá pensar que este libro es deprimente pero se equivocan. Los siguientes es un continuo aprendizaje, es un constante enfrentarte a lo que viviste, a lo que estás viviendo, a lo que te tocará por vivir. Es un vademécum de la vida, un diccionario emocional que recoge un buen puñado de emociones, las que invaden a los hijos que tuvimos que llevar a nuestros padres a una residencia de ancianos. Algunos lo hicimos con todo el dolor de nuestro corazón pero hay que ser realistas y sí, también hay otro tipo de hijos. Hijos que piensan así:


«Abuelos a los que toda la familia da por amortizados, que es como si estorbaran, como si sobraran, como si ya estuviesen tardando en palmarla porque ni sienten ni padecen y -como le escuché decir por el móvil a una mujer que fue de visita a la residencia - es deprimente gastar un sábado por la tarde en ir a verlos». [pág. 100]

 

Y yo os digo que el gesto de amor más maravilloso que podéis regalar es ir a verlos y darles vuestro tiempo. Hablar incluso con los que no son miembros de vuestra familia, preguntarles por su vida, hundirte en sus miradas y regresar juntos al pasado de su memoria, cogiéndoles la mano.

Estructura y estilo

Los siguientes cuenta con una estructura muy definida. Prácticamente la totalidad de la novela se sustenta sobre un patrón que permite ir alternando las voces de los tres protagonistas. En el último tercio esa estructura cambia ligeramente hacia un capítulo coral, en el que se suman las voces de otros personajes que, hasta el momento, han permanecido en silencio. 

«¡¡Qué tío!! ¡¡Cómo narra!!» Anoté estas dos exclamaciones casi en las primeras páginas de la novela. Y es que es impresionante cómo Pedro Simón es capaz de poner palabras, no ya a los sentimientos que no nos atrevemos a verbalizar, sino incluso a esas emociones que nos da reparo pensar, como si nos avergonzáramos de nosotros mismos. ¿Sabéis lo que os digo? Ese pensamiento que se nos cruza por la mente y nuestro Pepito Grillo nos susurra al oído: ¿Cómo puedes pensar algo así? Simón se lanza de cabeza a esa piscina llena de emociones universales y tan humanas, con las que es fácil conectar. 

A ello se une que a Los siguientes no les falta su punto de misterio. Gabriel es el personaje que más inquietud generará. Sabemos que algo ocurrió. Lo sabemos desde las primeras páginas, pero desconocemos qué puede ser. ¿Por qué Gabriel ha roto relaciones con su padre? Avanzamos en la lectura y Simón se contiene lo justo. No tarda demasiado en lanzar el obús sobre nuestras cabezas. En ese punto el lector se queda en estado de shock. Pero nos esperan más sorpresas porque Antonio, como dije antes, guarda un secreto. Un secreto que podría haberlo cambiado todo.


En definitiva, cada página de esta novela te sacude. Cada una de ellas. Todas. Los párrafos se van sucediendo, colocándote la congoja, la más oscura, a la altura del pecho. La novela te cuestiona, te obliga a preguntarte. ¿Qué hice yo por mi padre? ¿Acaso supe ver que mi madre no me decía esto o aquello por no molestar? Y por no molestar, nosotros, los hijos, quizá demasiados ocupados, demasiados inmersos en nuestras rutinas, no vimos la necesidad de nuestros padres y continuamos con nuestra propia vida, inconscientemente o intencionadamente, ajenos a lo que acontecía a nuestro alrededor. 

Pero no olvides, querido lector, que nosotros seremos los siguientes:


«Tu padre como una novela por entregas de tu yo futuro, del pobre protagonista en que te acabarás convirtiendo. Como en uno de esos folletines que se compraban en el quiosco en los que pone fin».  [pág. 216]


Por cierto, y por destensar el ambiente, ¿os fijasteis en la fotografía de la cubierta? Es muy fácil descubrir a Pedro Simón niño en esa instantánea, ¿verdad?

No dejes pasar esta novela. 

[Fuente: Imagen de la cubierta tomada de la web de la editorial]

Puedes adquirirlo aquí en tapa dura,  aquí en Kindle y aquí en audiolibro.


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