El pasado 6 de marzo pude conversar con Daniel Ruiz. Los días previos a aquel encuentro los pasé leyendo su última novela, Mosturito (Tusquets), y casi diría que es la novela que más me ha gustado de todas las que el escritor sevillano ha escrito. Con Mosturito tuve una conexión especial desde el primer momento. ¿Sabéis de esa magia que se produce entre libro y lector, a veces? Fue eso es lo que me ocurrió con esta novela, magia. Y es que, más que leer, a mí me parecía que estaba dentro de la historia, como si la estuviera viviendo en tres dimensiones. Pero de todas esas sensaciones os hablaré con detalle en la pertinente reseña. De momento, os dejo con la entrevista al autor.
Marisa G.- Daniel, un placer volver a hablar contigo después de unos cuantos años. Hace muchos años que no hablamos.
Daniel R.- Es verdad.
M.G.- Te tengo que decir que me he leído tu libro en dos tardes y que lo he disfrutado mucho, porque este libro ha supuesto para mí como volver a mi infancia. Yo he vivido por donde vive el personaje de esta novela.
D.R.- ¿Sí?
M.G.- Sí. Desde los 8 a los 31 años, viví en la Avenida de la Paz. Así que me conozco perfectamente todos los escenarios de la novela y ha sido como volver otra vez a mi barrio de toda la vida. Ha sido una lectura muy emotiva.
D.R.- Ah, bueno. Qué bien.
M.G.- Por empezar a preguntarte algo. Daniel, a ti se te conoce como el poeta de extrarradio, según aquella definición que acuñó un periodista de ABC. Y es verdad porque, si miramos los libros que has escrito hasta ahora, tocas con cierta recurrencia el extrarradio, los barrios humildes, los barrios obreros, su vecindario,... Es como si esa zona fuera un caldo de cultivo para ti.
Daniel R.- Sí, claro. Al final, es como una rendición de cuentas con mi memoria, y con mi condición ciudadana. Yo soy una persona que se ha criado en un barrio periférico. Viví mi infancia en un barrio muy popular. Y todo eso está de manifiesto en algunas de mis novelas. Quizá en esta es donde está más explícitamente de manifiesto porque cuenta la historia de un niño que crece en los años 80, como me pasó a mí, y se vale un poco del paisaje que he compartido con él. Yo viví en la zona de la calle Urbión, muy cerca de la Avenida de la Paz, con el pasaje Nobel. Esa parte está hoy muchísimo más integrada urbanamente, pero hace cuarenta años no era así.
Es importarte señalar que esta no es una historia autobiográfica pero sí tiene bastantes mimbres autobiográficos, como en determinadas cuestiones que tienen que ver con la vivencia de ese niño y con las condiciones de ese niño. Es un niño acomplejado por ser feo, con varias taras, como el labio leporino o los pies planos, cosas que yo también tuve de pequeño. Yo rehúyo de la literatura testimonial. No me interesa demasiado porque me parece un poco tramposa, pero sí hay que decir que esta es de mis novelas, la que tiene más visos testimoniales porque retrata a un niño que, en buena medida, toma prestado de mi propia biología, de mi propia vivencia personal, muchas de las cuestiones que aparecen.
M.G.- Esta novela está protagonizada por Pedro, al que llaman mosturito, una derivación de la palabra monstruito, y lo llaman así por lo que comentas, por sus taras, porque utiliza botas ortopédicas. Ver a este Pedro es como ver a ese amigo que todos hemos tenido en la infancia. Todos hemos tenido a un Pedro en nuestra vida.
D.R.- Sí, efectivamente. Es un personaje que siempre nos ha acompañado en la vida. Digamos que es una persona distinta, diferente. En este caso, Pedro es distinto porque se sabe feo y recibe el rechazo de su entorno. Al principio, actúa con miedo pero después lo hará con rabia. Digamos que sufre una transformación. Al final, esta novela no deja de ser de esas que siguen un poco el arquetipo de las novelas de iniciación, donde hay un recorrido, donde hay una enseñanza y una vivencia que transforma al personaje, de manera que el monstruito, el Pedro que se ve al principio, es muy distinto de mosturito que termina siendo al finalizar ese proceso de transformación.
La novela lo que cuenta es la historia de un niño feo que se desenvuelve en un entorno muy antipático y doloroso, y que consigue superar el miedo a través de su rabia, de su auto-conocimiento personal, y de intentar echarle valor a la vida.
M.G.- Este niño tiene unos diez u once años y cursa sexto de EGB. Viene de una familia rota. Vive con su tía, a la que llama Tata. Tía y sobrino son dos supervivientes. Hacen lo que pueden en el entorno en el que les ha tocado vivir.
D.R.- Es una historia de amor y de qué manera el amor puede con todo. En la novela, el amor se enfrenta a unas condiciones absolutamente adversas, sometidas a mil pruebas de resistencia. En este caso, el amor es muy parecido al materno-filial, el amor de una tía a su sobrino que se encuentra en una situación de orfandad. Ese amor puede romper cualquier tipo de barrera y cualquier tipo de impedimento, como pueden ser los que se ven en la novela: la violencia sistémica de las propias instituciones; la violencia de un entorno aciago; las circunstancias de abuso y maltrato; o los infortunios que los personajes tendrán que ir superando, ayudándose mutuamente, algo que también es importante. Es un amor correspondido que, al final, puede con todo, y que derriba barreras, tanto por parte del niño como por parte de la tía.
M.G.- Leyendo la novela resulta muy difícil no sentir cariño por Pedro. Es una novela en la que el lector se siente subido a una rueda emocional. A veces, siente rabia. A veces, ternura. Pensando en Pedro, en lo que le puede deparar el futuro y con las circunstancias que le toca vivir, uno piensa que tiene pocas salidas honrosas. Es una persona que está como abocada al fracaso.
D.R.- Sí. Indudablemente, hay un determinismo social. Uno no tiene que ser muy imaginativo para pensar que, en las circunstancias en las que él vive, su final no va a ser muy bueno. Sin embargo, él tiene un espíritu de lucha, de inconformismo, que le hace, al menos, intentar ser feliz en esas circunstancias aciagas. Al final, todo es una lucha contra los elementos, en las que no hay ni siquiera renuncia al uso de la violencia. Es decir, él es un personaje, como tú bien dices, entrañable, pero, en algunos momentos, es un personaje violento, duro, áspero. Pero a él no le importa porque siente la necesidad de sobrevivir por encima de todas las circunstancias. Esta novela es un canto a la vida.
La cita del principio, que pertenece a la novela La vida ante sí de Romain Gary, viene a decir que ama la felicidad pero, sobre todo, lo que busca es amar la vida, la supervivencia. Esta novela es un retrato de un superviviente que se enfrenta a todo lo adverso y que lo único que hace es luchar, apretando los dientes por salir adelante.
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M.G.- La acción se sitúa en una zona muy concreta de Sevilla, por el barrio del Plantinar. Como te digo, conozco muy bien la zona porque viví por allí. Según me dices, tú también. Con lo cual, esta novela es como una vuelta a tu barrio, un regreso al lugar del que procedes.
D.R.- Sí, sin duda. La novela, efectivamente, es un reencuentro con el barrio y un intento de reencuentro con mi voz de cuando yo era ciudadano de ese barrio. Yo viví en ese entorno hasta los once años, que me mudé. Lo que intento es recuperar ese espíritu y esas vivencias que tuve. Y también recuperar las sensaciones como niño que sufrió muchos complejos, por mis circunstancias personales de fealdad. El sentimiento de oscuridad que tiene el personaje, de querer morirse continuamente, de tener una relación muy difícil con los espejos, apela un poco a mi yo de aquellos años. Aunque es verdad que luego la novela fluye a otros planteamientos, me interesaba mucho intentar recuperar esa voz del niño que fui, para construir esta novela desde el recuerdo.
M.G.- Pero tienes una memoria prodigiosa porque los escenarios que vemos en la novela han cambiado mucho. Es decir, hablas de lugares que ya no están. Se hace referencia a los descampados que ya no existen. Recuerdo que mis bloques estaban incluso rodeados de una escombrera, donde yo jugaba. Has tenido que tirar mucho de memoria porque esa zona ha cambiado mucho.
D.R.- Realmente, la novela no está construida sobre un mapa sino que está construida sobre impresiones, es decir, sobre recuerdos que uno tiene como ráfagas. Hay elementos que sí eran claramente de mi barrio, como el puesto de la Encarnita, los pisos de los Zeus, Las Gardenias, el Aníbal González. Todo eso está. El descampado es universal porque nosotros fuimos una generación que sabía lo que era un descampado. Yo tengo hijos adolescentes y post-adolescentes que no saben lo que es un descampado. No han tenido esa relación con el fenómeno del descampado, que tristemente se ha perdido. Ya no existen. Sin embargo, nuestra generación habitó esos espacios, que forman parte de nuestro paisaje sentimental. El descampado es un paisaje muy de la época del desarrollismo y de la época del boom, de la explosión inmobiliaria, de las viviendas protegidas, de todas esas zonas por urbanizar, por conquistar, que nosotros vivimos cuando éramos pequeños.
M.G.- Y fuimos felices, por cierto. Como te digo, me he sentido muy cercana a los escenarios de esta novela, a esa Hamburguesería Dulio, a las casas del Patronato, a los Zeus, a Las Gardenias,... Lo estás comentando, que has jugado con los escenarios porque hablas de lugares, como el Pryca o el Colegio Portaceli, que realmente están algo alejados del barrio. Digamos que amoldas los escenarios a la novela.
D.R.- Claro. A ver, tú, porque has vivido ese paisaje, pero he pretendido que el contexto espacial del barrio y el contexto temporal de esos años 80, con esas referencias culturales y televisivas, no acaben asfixiando la trama, sino que la novela se pueda leer como una trama universal. Mi hija, por ejemplo, acaba de leer la novela y ella no ha tenido la sensación de que el espacio y el tiempo le hayan impedido acceder a determinados aspectos de la trama que se consideran decisivos. Hay un contexto espacio-temporal, pero es un contexto, digamos, para servir de ilustración. No son importantes para la trama porque esta podría funcionar perfectamente como si la hubiéramos construido hoy.
M.G.- Y qué bonitas las relaciones que se tejen entre Pedro y los niños del barrio. Entre esos amigos hay diferencias sociales. Unos van al colegio Aníbal González, y otros al colegio Portaceli, pero los niños son, al fin y al cabo, niños. Las amigas de Pedro que van al Portaceli también tiene ese toque macarra y canalla, ¿no?
D.R.- La infancia es la patria común que aúna a todo el mundo. Lo que ocurre es que, mirado con los ojos de hoy, era una infancia más brutal. No diría más difícil, pero sí una infancia en la que, por ejemplo, el recurso de la violencia estaba muchísimo más a mano. Recuerdo a profesores que no tenían ningún reparo en utilizar la violencia como una más de sus habilidades formativas. Gracias a Dios, eso se ha perdido. Pero era una infancia donde la convivencia con la calle era muchísimo más directa y más áspera. Yo recuerdo salir a la calle a las cuatro de la tarde y no volver hasta que se ponía el sol. Te construías una personalidad muchísimo más de niño de la calle que la que tienen hoy. Con eso no quiero decir que sea ni mejor ni peor, ni que fuera más difícil o más fácil. Sencillamente era distinto. Pero, desde luego, sí que había mucha más interacción social y el recurso de la violencia era mucho más claro. Y luego, el paisaje del descampado era también el paisaje de las postillas en las rodillas, de los moratones, del dolor, del sufrimiento, algo que ahora los niños tienen mucho más preservado.
M.G.- Es verdad. Bueno, tocas muchos temas. Pedro naufraga siempre aferrado a las cosas que le importan, a la familia, a su tata, a los amigos, al amor. Esos son los pilares de cualquier niño, pero también te metes en otros terrenos más pantanosos, como la violencia doméstica, lo que ahora llamamos bullying, las drogas... Son cuestiones mucho más duras a las que Pedro también se tiene que enfrentar.
D.R.- Sí, son cuestiones que yo, como niño que fui, viví en mi entorno, donde había maltratos, abusos,... Recuerdo que, en aquella época, había una relación muy traumática con las drogas. No entendíamos demasiado qué eran esos individuos que se ponían al final del autobús 30 o 31, y fumaban algo sobre papel de plata, que tenía un olor extraño. Eran personas ojerosas, que siempre iban corriendo a todos lados, que perfectamente podían sacarte una navaja y robarte. Por ejemplo, a mi madre le sacaron una navaja dos veces para robarle el bolso. Uno no entendía muy bien cómo eran capaces de pincharse porque nosotros teníamos pavor a las agujas. Era algo terrorífico, ¿no? Y era esa incomprensión, de no entender muy bien ese contexto pero, a la vez, convivir con él. Y todos esos elementos que estaban en mi paisaje como niño de los 80 es lo que he intentado reproducir en la novela y la manera en la que los niños de aquella época tuvieron que desenvolverse con todas esas precauciones que nos ponían los mayores, -no hables con desconocidos, ten cuidado con lo que te ofrecen,...-, porque vivíamos de manera mucho más cercana a situaciones que hoy están condenadas, como un posible abuso, la posibilidad de un maltrato, u otras cuestiones que antes se veían muy de puertas para adentro y con las que hoy se conviven de manera mucho más sancionada.
M.G.- En los pasajes en los que se mencionan los autobuses 30 y 31 me tuve que reír. El que no haya cogido nunca esos autobuses, no entiende lo terrorífico que eran.
D.R.- Eran autobuses chungos. Pero bueno, era así en todos los entornos. Por ejemplo, el hecho de fumar y comer en los Dulios, como hace la tata, hoy sería impensable. Pero nosotros vivimos en esa época, en la que los profesores fumaban en las clases. Son contextos que han formado parte de nuestra vida, como por ejemplo, la relación con la sexualidad que descubríamos con algo tan antiguo como las revistas pornográficas.
M.G.- Y que se encontraban en los descampados.
D.R.- Efectivamente. Hay un libro muy interesante que se llama Descampados, publicado precisamente por Tusquets. Creo que el autor se llama Manuel Calderón y es una especie de ensayo de remembranza de los descampados. Desde la vivencia personal del autor, que es un poquito mayor que nosotros, viene un poco a reivindicar la importancia de los descampados como paisaje sentimental, y a poner en relieve de qué manera los descampados han caído en desuso. Ya no existen para las nuevas generaciones. Él cuenta en ese libro la riqueza que tiene el descampado, donde uno encontraba de todo, desde cosas para vivir, chasis de coches, juguetes,... Eran casi jugueterías involuntarias. Y todo eso se ha perdido. Por toda esa pretensión de profilaxis que hoy tenemos, incluso como padres, la idea de que los niños jueguen en un descampado es algo que está absolutamente descartado. Nos parece una aberración que hoy sólo conduce al tétanos y a infecciones varias.
M.G.- Sí que encontrábamos de todo. Y de cualquier cosa hacíamos un juguete. Detrás de mi bloque había un terraplén, y si en el descampado encontraba una tapa de váter, la usaba para deslizarme por la pendiente. Pero Daniel, uno de los temas que tocas es el de los abusos sexuales en el mundo eclesiástico. Pero no profundizas, lo dejas caer como de pasada. No quieres entrar.
D.R.- No, porque realmente lo que intento es concentrar la mirada en el niño, en lo que él percibe y puede ver. El niño puede estar equivocado en las interpretaciones que hace. Supuestamente, el amigo gordito tiene una relación de abuso con el padre que regenta el centro de menores en el que está, pero me interesaba no ser muy explícito para que el lector luego saque sus propias conclusiones. El niño tiene la convicción de que sí, de que el gordito sufre abusos, pero no lo podemos saber realmente. Me interesaba mucho más lo que el lector pueda construir que lo que el niño pueda decir, porque no es un narrador fiable. Te podrás creer lo que dice o no. Él está construyendo en primera persona y muchas de las cosas que dice pueden ser barbaridades o no.
M.G.- Hablemos del lenguaje que se emplea en la novela. Optas por calcar la forma de hablar, por volcar el lenguaje hablado al escrito, omitiendo palabras, con contracciones, haciendo un uso incorrecto de los pronombres,... Todo esto habrá añadido un plus de dificultad a la hora de escribir la novela, ¿no?
«Enga mosturito levantasino que el Ponce magarre delante del Villegas y me tire del jersey parriba y me diga ira, ira el mosturito». [pág. 17]
D.R.- Sí, efectivamente. Eso encierra también una reflexión sobre el hecho de escribir bien. ¿Qué significa escribir bien? Muchas veces se confunde escribir bien con escribir bonito. Y escribir bonito no es escribir bien, para mí. Al menos en la literatura que yo entiendo. Creo que se han escrito libros muy bonitos que al final están fatalmente escritos porque son libros que no aportan nada, que no dicen nada. En cambio hay muchos libros que están muy mal escritos pero que cuentan historias prodigiosas.
Me interesan mucho las novelas que aparentemente se les puede reprochar que están mal escritas, pero que son novelas muchísimo más redondas que muchas que están escritas prodigiosamente. Para mí escribir bien no es escribir con un alto nivel de filigranas ni impecables desde el punto de vista sintáctico y ortográfico. Para mí escribir bien es escribir de manera eficaz, de manera que fondo y forma contribuyan a una consolidación de una historia que esté bien contada o que se traslade bien. En este sentido, mi apuesta en esta novela era por, premeditadamente, escribir mal. Escribir desde la mirada de un niño que podría escribir con doce años, sin ningún tipo de atención a criterios de corrección estilística y ortográfica, y que se moviera únicamente por la expresividad. Eso, al final, es un reto muchísimo mayor que el de escribir bien una novela, porque te obliga a un trabajo de corrección tremendo. Creo que esta ha sido la novela que más esfuerzo de corrección me ha obligado para que ese carácter incorrecto que tiene resultara natural y no forzado. Al escribir con un estilo así corres el riesgo de que se perciba como una impostura, que quede como demasiado prefabricado. Que fuera como esas falsas abacerías que se venden como negocios con solera pero que acaban resultando como de cartón piedra. Yo no quería eso. Quería fuera algo natural y para eso hay que hacer un trabajo de pulido muy grande, para que el estilo resultara muy directo, muy improvisado, muy expresivo, que no atiende a la corrección, sino a zarandear un poco al lector.
M.G.- ¿Y te has llegado a plantear qué efecto puede causar este estilo en lectores que sean de otro lugar, fuera de aquí y ajeno a nuestra forma de hablar?
D.R.- Hay lenguajes que resultan universales. Creo que la expresividad, al final, es un tipo de lenguaje que, más allá de los problemas de comprensión, entiende cualquier lector. Estoy pensando, por ejemplo, en Aurora Venturini, que es una escritora de Tusquets, y que escribe novelas muy expresivas, donde la corrección ortográfica y sintáctica es dejada un poco de lado, en beneficio de la expresividad a la hora de contar. Pienso que hay toda una tradición al respecto. A nivel de Andalucía, estoy pensando las novelas de autores como Fernando Quiñones o Ángel Vázquez con La vida perra de Juanita Narboni. Son novelas que están en unas coordenadas muy andaluzas, que funcionan muy bien más allá de quien las lea. Pero esto no es exclusivo de Andalucía. Por ejemplo, en el ámbito latinoamericano, estoy pensando en La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, un autor de Miami que es absolutamente tropical en la forma de contar. Tiene unas coordenadas muy tropicales y, sin embargo, uno entiende perfectamente la novela. O El lugar sin límite de José Donoso, novelas que, más allá del uso del lenguaje en determinados contextos, tienen un nivel de pureza muy grande.
Lo que yo buscaba era construir un texto muy orgánico, donde la expresividad impactara mucho al lector, más allá de la comprensión al 100% del texto. Creo que el tema de la oralidad tiene mucho futuro en la literatura, sobre todo, en el contexto en el que estamos actualmente, un contexto donde cada vez tiene más importancia la inteligencia artificial, un tema que se está imponiendo cada vez más. Ya ha habido algunos escándalos de novelas que se han construido con inteligencia artificial. Incluso algunas de esas novelas han ganado concursos. Mi novela es anti-inteligencia artificial porque es una novela construida desde un planteamiento humano, que muy difícilmente podrá replicar una inteligencia artificial que trabaja sobre patrones. Todo lo que podamos construir desde la creatividad pura y desde la expresividad se va a salir del molde de la inteligencia artificial.
M.G.- Ya como última pregunta, tu novela es muy sensorial. Los sentidos está muy presentes, especialmente los olores, pero también los sonidos. Es una novela que evoca mucho a los sentidos del lector.
D.R.- La aspiración que tiene uno como novelista, por lo menos en mi caso, y al menos en esta novela, es construir una novela casi como quien está haciendo una obra artística. Pero una obra artística con una pretensión casi manual. Te diría que me ha faltado poner churretes en el propio texto porque buscaba una relación orgánica con el lector. Y esa relación orgánica con el lector implica intentar tirar más allá del sentido de la vista y del sentido del cerebro, también con los olores, con la plasticidad. Incluso me pensé en un momento determinado en introducir dibujos, porque a mí me fascinan algunas obras de arte muy manuales. Yo tengo mucha envidia, por ejemplo, de los escultores o de los pintores, y de esos estudios donde todo está manchado de pintura. Aspiro a construir textos donde no se respire solo lo literario sino que el lector tenga la sensación de que, en lugar de leer un texto, está contemplando algún tipo de obra de arte, que tiene más texturas, aparte de la historia que se cuenta. El escritor debe aspirar a ser un artesano de la palabra.
M.G.- Daniel, pues no tengo más preguntas que hacerte. He disfrutado mucho de esta novela. Te ha quedado una novela que, como dice Pedro, el protagonista, es muy tutifruti. Te agradezco mucho que me hayas atendido y mucha suerte.
D.R.- Muchas gracias a ti, Marisa.
Qué novela más interesante. Tomo nota de ella porque me gusta mucho lo que cuenta el autor y lo que nos cuentas tú. Mosturitos ha habido muchos. Creo que uno en cada clase. El niño feo, torpe, etc. que concitaba las burlas de sus compañeros. El grado de crueldad ya dependía de cómo fueran esos compañeros. Y con todo lo que se habla hoy de bullying y demás, creo que aquella época era mucho más cruel, tanto que ni siquiera se le daba importancia como para hablar de ello. Los niños estaban más indefensos.
ResponderEliminarUn beso.
Gracias Marisa, supongo que ese plus de que se desarrolle donde tú viviste hace que lo disfrutases mucho más. Besos
ResponderEliminarSiempre ha habido Mosturitos. En tu clase, en el barrio... Siempre ha sido objeto de burlas, por desgracia. El problema hoy en día es mayor por las redes sociales, pero siempre han existido. Has tenido que disfrutar mucho con esta novela. Bueno, disfrutarla se queda corto. Has tenido que vivirla, que se te nota en cada pregunta que has hecho. Hoy en día para encontrar un descampado, pero mira que hemos disfrutado en estos sitios, que nuestras rodillas son testigo. Creo que también disfrutaría con esta novela, así que me la apunto. Me ha gustado mucho esta entrevista.
ResponderEliminarBesotes!!!
Interesante como siempre Daniel. Cuanta reflexión y recuerdos provoca esta novela.
ResponderEliminar¡Hola!
ResponderEliminarque curiosa esta novela, no la conocía ni tampoco he leído nada del autor, pero me llama mucho la atención, la trama, lo que se dice en la entrevista, así que me la llevo anotada. Es muy probable que la lea
Besos y gracias por descubrírmela