Autora
Najat El Hachmi nació en Beni Sidel (Marruecos) en 1979. A los ocho años se trasladó a Vic (Barcelona), ciudad donde se crio. Estudió Filología Árabe en la Universidad de Barcelona, ha sido mediadora cultural y técnica de acogida antes de dedicarse de lleno a la escritura. Es autora de novelas tan conocidas como El último patriarca (Premio Ramon Llull, Prix Ulysse y finalista del Prix Mediterranée étranger), traducida a diez idiomas, La cazadora de cuerpos, La hija extranjera (Premio Sant Joan de narrativa) y Madre de leche y miel, los dos últimos editados en Ediciones Destino. En 2019 publicó el manifiesto Siempre han hablado por nosotras, que tuvo una gran repercusión en los medios y entre los lectores. Actualmente colabora en El País. El lunes nos querrán (Premio Nadal 2021) es su nueva novela.
Sinopsis
El lunes nos querrán cuenta la historia de una joven de diecisiete años que desea encontrar la libertad para descubrir qué es lo que la hará feliz. Pero las condiciones de las que parte son complicadas.
Vive en un entorno opresivo del que no le será fácil salir sin tener que pagar un precio demasiado alto.
Todo empieza el día en que conoce a una chica cuyos padres viven su condición cultural sin las ataduras del resto de su comunidad, y que encarna lo que ella ansía. Su nueva amiga afronta los primeros retos que como mujer le presenta la vida con una vitalidad, ilusión y empeño que la fascinarán y la impulsarán a seguir sus pasos.
Una historia emocionante y reveladora sobre la importancia de que las mujeres sean protagonistas de sus propias vidas aunque tengan que enfrentarse a condicionantes de género, clase social y origen. Este es el relato del arduo camino hacia la libertad.
[Información tomada directamente del ejemplar]
Abres este libro y lo primero que te encuentras es una declaración de intenciones, una cita que eriza la piel. Resulta del todo inevitable pensar en tantas, tantas mujeres, las de nuestro entorno -abuelas, madres, tías, hermanas,...- y aquellas otras, de aquí y de allá, que no callaron. Nunca un camino fue construido con tanto tesón, esfuerzo y lucha, gracias a mujeres valientes, como las protagonistas de esta novela.
Se inicia la novela con un capítulo introductorio que, de por sí, supone el núcleo de toda la historia. Sólo con esas cuatro o cinco páginas, la novela cobra todo su sentido, pues en ellas se despliega toda su razón de ser.
Los lunes son ese punto de partida que todos tenemos. En cuestiones nimias u otras de más enjundia, ese inicio de semana supone el límite que nos imponemos para cambiar aquello que no nos gusta en nuestra vida. «El lunes empiezo a estudiar». «El lunes dejo de fumar». «El lunes me pongo a dieta». «El lunes le digo que me voy».... «El lunes empezaremos una nueva vida, seremos como tenemos que ser y no como somos», se dice en la novela. El lunes trae ese inicio prometedor que vamos dibujando de colores durante el fin de semana, y que se torna gris y sucio nada más llegar el martes. Son los lunes cuando se activa algo en nuestro cerebro. Lo que sea. Cada cual lo suyo. En el caso de las mujeres, musulmanas o cristianas, solemos tener incrustada en nuestra mente la idea de perfección. Solo exigiéndonos más y mejor a nosotras mismas, obtenemos logros. Es así como nos lo contó Najat El Hachmi durante la entrevista que le hicimos (puedes leerla aquí). Tenemos que ser mejores hijas, mejores madres, mejores esposas, mejores trabajadoras. Y además, más esbeltas y estilizadas, más guapas y acicaladas, más organizadas, más felices. Más, más, más.
El lunes nos querrán emplea la segunda persona para desarrollar la historia de dos jóvenes musulmanas, residentes en un barrio de la periferia, de la periferia de Barcelona. La narradora, de nombre Naíma, y del que únicamente tendremos constancia muy al final de la novela, rememora y relata a una amiga cómo eran sus vidas en el pasado, cuando se conocieron, cómo se enfrentaron a las diversas situaciones que, por su religión y cultura, tuvieron que encarar, cómo eran las relaciones entre padres e hijos, de qué manera vivieron momentos importantes en su vida con tan poco bagaje. Todo cambió justo en el mismo momento en el que su cuerpo, impulsado por un proceso biológico, decide que ya no es el de una joven adolescente, que puede mostrar sus brazos, dejar que el sol acaricie su piel, sino el de una mujer, y que pasa a estar bajo el yugo del oscurantismo que se impone a su alrededor.
¿Por voluntad propia?
La novela nos va a trasladar a ese barrio de las afueras de Barcelona, donde el ambiente que se respira es tremendamente opresivo. La joven musulmana, hecha mujer, vive bajo un férreo control, impuesto por su familia pero también por los vecinos, a través de una brigada social, que andan a la caza de cualquier comportamiento escandaloso e impropio. Esa mujer musulmana firma su condena en cuanto menstrúa por primera vez. Queda entonces sentenciada a casarse a los catorce años, para tener su primer hijo a los quince. Adiós a los sueños, a las ilusiones, a los estudios, a los deseos,... La narradora anhela libertad pero solo la encuentra en los libros, donde puede «vivir sin peligro de que la vida, la real», en la que hay placer, amor, sexo y libertad, la desborde. Pero la vida se vive, no se lee.
Son las mujeres las que están vigiladas, controladas, sometidas. Son ellas las que no pueden salir, hablar con desconocidos, maquillarse, vestirse de tal o cual modo, estudiar, ir a la peluquería. Son las que limpian, se sacrifican y viven como en una cárcel. Es sobre la piel de las mujeres musulmanas sobre la que se tatúa la palabra NORMAS, absurdas la mayoría de ellas. Y sin embargo, no deja de ser paradójico que, incluso la propia Naíma se autoimponga ciertas reglas. Y es que, hay que ser perfectas. Ahí está esa idea de la perfección, de la que hablaba antes, un fundamento que hemos ido mamando desde pequeñas, un dogma convertido en una gota malaya que horada nuestro cerebro desde niñas. Otra vez más esbeltas y más estilizadas. Más guapas y más acicaladas. Más. Más. Más. En esto, ellas no son tan distintas a las mujeres occidentales.
En este mundo, en el que Naíma ni siquiera puede escribir y fabular sobre un papel porque «lo difícil era imaginar otras realidades, otra vida posible», su amiga, esa a la que dirige estas trescientas páginas, será su único punto de apoyo. Sin ella, «habría perdido el juicio, me habría vuelto loca emparedada como estaba entre un ímpetu interior que me empujaba a la vida sin freno y el asfixiante entorno que pretendía negarla. Negarnos a todas la simple posibilidad de vivir.»
Pero, ¿cómo son estas mujeres? A Naíma la llamaban «la Mudita». Sobra añadir nada más. ¿Qué voz puede tener esta mujer? Pero si hasta Samira, su otra amiga preferiría haber nacido negra antes que musulmana. Naíma crece en un mundo con los ojos vendados, hasta que un día se mira al espejo y no se ve a sí misma, sino a su madre. Su padre no es más que una figura oscura, a la que tener miedo, un hombre que cumple a rajatabla las exigencias de su religión y se hace obedecer con mano de hierro. Naíma solo quería vivir, hacer las cosas propias de su edad, aspirar la vida y sentirla correr por su venas. Pero nada de eso le estaba permitido.
En cambio, la amiga lucía unos ojos almendrados, enmarcados por la tintura del kohl que solo le estaba permitido a las mujeres casadas. Perteneciente a una familia mucho más relajada en las normas y preceptos, fueron etiquetados como musulmanes de segunda nada más llegar al barrio. El vecindario, en el papel de jueces, recriminan la libertad que los padres, mucho más modernos, otorga a sus hijos, y mira con desdén esas reuniones en la casa, bajo cuyo techo se mezclan hombres con mujeres. Siendo un par de años mayor que Naíma, la narradora dice de su amiga que era tan libre que le importaba bien poco los chismorreos de los vecinos o se hacía la sorda, cuando alguien decía algo de ella o su familia. Todo esta actitud de tranquilidad genera en la narradora mucha fascinación, una admiración explosiva.
Y llega un momento en el que el lector se pregunta: ¿Qué se esconde tras la relación entre ambas mujeres? ¿Qué había y hay detrás de aquel afecto, de aquella unión? ¿Qué ha ocurrido para que Naíma ahora se desborde y se abra en canal? Lo vas a descubrir tú mismo. Bastará con leer entre líneas, demorarse en alguna palabra, en alguna emoción, en alguna reflexión. Intuyo que, lo que Naíma siente por su amiga, va más allá de una fascinación por ser una mujer musulmana distinta, menos atada a las estrictas normas que le impone el entorno. De cualquier modo, la narradora terminará casada a los dieciocho años con Yamal y llegarán los hijos. Aparentemente, el matrimonio será un oasis, la salvación, pero no deja de ser otra cárcel más. La situación se tornará cada vez más difícil, más complicada, más angustiosa. Y otra vez, los libros como una ventana abierta a la libertad.
El miedo, la culpa, el remordimiento, la frustración,... son emociones que caracterizan a estas mujeres, siempre temerosas de ofender a Dios y de acabar en el infierno, cuando resulta que «el infierno ya empezaba en vida», porque las palizas eran otra forma de educar.
Con una narración lineal, y estructurada en dos partes -antes y después de la boda con Yamal-, a lo largo de las cuales se distribuyen un total de veintidós capítulos, en los que prevalece la narración sobre el diálogo, debo advertir que esta novela contiene episodios que son sumamente angustiosos. Hay momentos en los que, como mujer, me he convertido en huracán. He gritado. Me he enfadado. Todo resulta tan inconcebible. En todo momento, he sentido ganas de tender una mano a Naíma, de arrancarla de ese contexto socio-cultural, tan sometido a la religión, que la oprime y la reduce a una existencia vacua. Hay tanta sinrazón como belleza entre estas páginas, escritas con el corazón, para dejar sobre la mesa una realidad demoledora, la que viven las mujeres musulmanas, dentro y fuera de sus fronteras.
A lo largo de mis años como lectora, me he topado con lecturas que me han arañado por dentro. Generalmente suelen ser historias con las que tengo algún nexo en común. Si alguien recuerda su infancia, viajo a aquellos años 70 y 80 en los que yo era una mocosa. Si me hablan de la pérdida de un ser querido, pienso en mis padres. Si me cuentan una historia de amor desgraciada, rememoro algún episodio de mi pasado. Y, sin embargo, aun estando a años luz de lo que se narra en esta novela, creo que ninguna otra lectura me ha provocado tanto desgarro, claustrofobia, tristeza, rabia e ira como El lunes nos querrán.
Esta novela, que no es epistolar pero que bebe de esa esencia, que goza también del aire de los diarios, escrita en circunstancias dolorosas, y dirigida a una destinataria de la que sabremos su situación en las páginas finales, es de lo más bonito que he leído en estos últimos meses. Bonito y doloroso. Me ha costado muchísimo hacer esta reseña. Tenía tantas cosas apuntadas, había tanto que comentaros, que no sé si he elegido las emociones y las palabras más adecuadas. Por lo tanto, lo mejor que podéis hacer es lanzaros de lleno a esta lectura que os va a conmover hasta el tuétano.
[Fuente: Imagen de la cubierta tomada de la web de la editorial]
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